Nuestro mundo cambiará de cielo, pero mantendrá su alma, un alma que muta solo con los cambios estructurales más que los coyunturales.

 

Virgilio escribió que “aquellos que cruzan el mar cambian de cielo, pero no de alma”.  Muchas veces analizamos cómo evolucionará nuestro país o nuestro mundo en variables críticas que afectan a nuestras decisiones, tales como el futuro de la inflación, de los tipos de interés, del crecimiento económico, el desempleo…  Sin embargo, esta obsesión con el corto plazo a veces elude la reflexión sobre los cambios más estructurales: aquellos que tienen lugar durante un periodo de tiempo mucho más largo, y que como tal son obviados, aunque a la postre acaban siendo mucho más relevantes para nuestras vidas.  Escribo en el número 3.000 de Actualidad Económica, que son casi 57 años.  Efeméride por lo tanto relevante para dilucidar la estructura sobre la coyuntura.

Primera: la desigualdad tenderá a bajar.  La desigualdad puede dividirse entre desigualdad de ingresos, de riqueza, o geográfica (esta última hace referencia a la concentración de actividad económica en pocas mega urbes).  La primera se mitigará algo a medida que el envejecimiento poblacional se traduce en un menor número de trabajadores, lo que les permitirá reganar parcialmente el poder de negociación perdido desde los años 70.  Como consecuencia, la participación de salarios en el PIB subirá, y los márgenes empresariales corregirán algo a la baja, aunque en ningún caso volveremos a las cifras de hace 50 años.  A su vez, la progresiva normalización de tipos de interés con llevará un menor valor de los activos, lo que propiciará también, junto con la reducción de márgenes, una menor desigualdad de riqueza.  Por último, una vez que nuestras sociedades hayan aprehendido las nocivas causas detrás de la desigualdad geográfica, implementarán políticas para paliarla.  No se eliminará, pero se mitigará algo.

Segunda: la población mundial comenzará a reducirse desde mediados de siglo.  Se tratará la primera reducción de la población mundial no generada por guerras ni por epidemias, y este fenómeno como hemos visto está muy relacionado con los puntos defendidos en el párrafo anterior.  Existen dos fuerzas que reducen cada vez más la fertilidad humana: a) la urbanización (es más fácil tener niños en un pequeño pueblo que en una gran ciudad) y b) los años de educación.  Ambas prosiguen imparables, especialmente en los países emergentes.  Los países desarrollados y China presentan tasas de fertilidad inferiores a 2,1 hijos por mujer (por lo tanto, en vías de reducir su población) (figura 1); muchos países emergentes (entre otros la mayoría de Iberoamérica) han pasado de niveles superiores a 5 hace 30 años a niveles inferiores a los de reemplazo, con la India acercándose rápidamente.  La consecuencia será un menor crecimiento económico y una enorme presión sobre las finanzas públicas.  De perpetuarse esta tendencia la otra formidable consecuencia sería nuestra pacífica (o quizás no tan pacífica) desaparición como especie.

Tercera: el crecimiento de productividad sorprenderá al alza.  La productividad “no lo es todo, pero a largo plazo, lo es casi todo” decía el Nobel Solow.  El crecimiento de la productividad está detrás de nuestros exorbitantes (desde una perspectiva histórica) niveles de vida.  Por ejemplo, la renta de un español, cercana a 30.000 dólares, contrasta con los alrededor de 300 que teníamos antes de la revolución industrial.  La productividad comenzó a crecer mucho menos a partir de la década de los setenta, lo que limita el crecimiento económico y aumenta exponencialmente el número de años que la siguiente generación necesita para duplicar los estándares de vida de sus padres.  Con todo, a pesar de tan decepcionantes datos, desde precisamente la ominosa década de los 70 se viene gestando la cuarta revolución industrial, revolución que en parte está detrás de los cambios apuntados en los párrafos anteriores.  ¿Cómo es posible que ante una revolución que comprende tecnologías tan disruptivas como la inteligencia artificial, la robótica o la nanotecnología la productividad no se haya disparado? La respuesta estriba en que se necesitan muchos años para que las innovaciones comiencen a generar crecimientos relevantes de productividad.  Así, la máquina de vapor moderna se inventa en 1776, pero la productividad del Reino Unido solo comienza a dispararse a partir de 1800.  Pues bien, la epidemia covid ha supuesto en muchas empresas un salto “cámbrico” en su estrategia de transformación digital.  Si tenemos esto en cuenta, y los años que llevamos ya madurando estas nuevas tecnologías, es factible el que la productividad nos sorprenda al alza durante las próximas décadas.

Nuestro mundo cambiará de cielo, pero mantendrá su alma, un alma que muta solo con los cambios estructurales más que los coyunturales.  Como decía Lucrecio en “la naturaleza de las  cosas”: Este terror del ánimo y esas tinieblas necesario es / que las disipen, no los rayos del sol ni los lúcidos dardos del día / sino la contemplación de la naturaleza y de la razón”.