Detrás de la destrucción creativa figura la capacidad de invención del ser humano

Hace unos días la firma norteamericana Rivian, el “Tesla de los camiones” salió a bolsa. A pesar de vender menos de un millón de dólares, su valoración pronto alcanzó los 120.000 millones de dólares. Por ponerlo en contraste, la centenaria General Motors, que factura 122.000 millones, capitaliza 89.000. Obviamente la primera reacción del ser humano es pensar en “burbujas” pero episodios como la evolución de la propia Tesla (que capitaliza ya más de un billón de dólares) deberían animarnos a entender más humildemente el proceso por el que la tecnología entierra a firmas y hace surgir a nuevas empresas exitosas.

No es casual que la salida a bolsa de Rivian haya coincidido con el anuncio de la también centenaria General Electric de que iba a escindirse en tres divisiones. GE era la compañía más admirada para trabajar hace tan solo veinte años. Entonces, se trataba de la única firma del Dow Jones que seguía en el índice continuadamente desde 1907. Sin embargo, en su apogeo se gestaba su decadencia, iniciada con su sobreexposición al sector financiero (GE Capital). GE perdió su estatus de “investment grade” (deuda de alta calidad) hace un tiempo, en el que sus bonos pasaron a ser considerados “high yield” (lo que despectivamente se llamaba en mercado “bono basura”). En 2018 salió del prestigioso índice bursátil tras más de un siglo. GE intentó convencer a sus inversores de que estaba gestando una importante revolución innovadora en su filial “GE Digital” y, sin embargo, la filial digital ni si quiera aparece como una de las tres firmas en las que se va a escindir. Otro ejemplo de destrucción creativa.

Este fenómeno de destrucción creativa fue acuñado hace cien años por el gran economista austriaco Joseph Schumpeter, aludiendo cómo en la economía lo innovador entierra a lo obsoleto, y de este proceso creativo, que presenta al empresario como pieza angular, se produce el desarrollo económico. La evidencia al respecto es abrumadora. Si se compara por ejemplo el peso de los sectores en la bolsa de los EEUU se observará cómo los ferrocarriles pesaban más de la mitad a principio del siglo XX, y hoy no son representativos; sin embargo, el sector tecnológico representa ya más de la tercera parte de la capitalización. Si lo analizamos por países, la bolsa británica representaba en 1900 más de una cuarta parte de todas las bolsas del mundo, con la de los EEUU un 15%. Hoy en día la bolsa de los EEUU pesa un 55%, la del Reino Unido, un 4% de la capitalización mundial.

Si miramos por compañías líderes en capitalización, la American Telephone and Telegraph (AT&T) dominó como principal cotizada en los 50. Luego le siguió IBM durante unos 25 años, para ser luego reemplazada por la petrolera Exxon, que, tras un breve lapso con la mencionada GE, cedió el testigo a Apple. Desde entonces, no ha cambiado. El proceso de destrucción creativa se mantiene en su punto más álgido. Empresas líderes en telefonía móvil como Nokia en 2000 son ahora una entelequia (división de Microsoft). Cellnex (operadora de torres de telecomunicaciones) vale más que Telefónica. Paypal, surgida a finales de los años 90, capitaliza 244.738 millones de dólares, frente a la capitalización del Santander de 55.239, o la del BBVA de 40.854. La filial de fintech de Alibaba, Alipay, ha conseguido más clientes en 15 años que Citigroup en 200…. Y la lista sigue.

Detrás de la destrucción creativa figura la capacidad de invención del ser humano, aderezada con la innovación y organización que aporta un empresario, y la dosis de capital correcta. En general, los países que más facilitan la innovación son los que luego consiguen un mayor nivel de renta per capita (EEUU, Suiza, son buenos ejemplos) y aquellos que ponen palos en la rueda a la innovación y a la inherente destrucción creativa, los que peores resultados consiguen para el bienestar de su población (la India hasta un periodo muy reciente, es un buen ejemplo).

En el libro The Power of Creative Destruction, se ilustra bien esta interrelación entre innovación y desarrollo.  En general, el proceso creativo se agudiza cuando nos encontramos en una crisis. Es bien conocida la anécdota sobre cómo la bicicleta se inventó para hacer frente en 1815 a la escasez de caballos que el cambio climático provocado por el volcán Tambora había provocado.

Pues bien, la crisis Covid ha contribuido, como no podía ser de otra forma, con una enorme revolución en innovación. La más obvia es la producción de una vacuna con una tecnología totalmente nueva (RNA mensajero) tan solo en once meses desde que se descubrió el patógeno. Sin embargo, la innovación es mucho más general. La creación de empresas se encuentra en máximos históricos, incluso si se aísla el número a empresas con componente innovadora (patentes).

Las consecuencias de esta revolución en la innovación pueden ser muy importantes. Si generan incrementos de productividad podremos limitar los aumentos de inflación, aumentar los sueldos y reducir las horas trabajadas. Es lo que ocurrió desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Si fuera así estaríamos resolviendo el “principal problema político de la humanidad” en palabras de Keynes: “la combinación exitosa de tres factores: eficiencia económica, justicia social y libertad individual”.