La economía de la actual zona euro era similar a la de los EEUU en 2007. Hoy en día es un tercio más pequeña, decadencia que pasa inadvertida ante nuestros pasivos ojos.
Owald Spengler publicó La decadencia de Occidente en 1918. Es cierto que ha pasado ya más de un siglo y la decadencia parece ser más un declive relativo. No obstante, es importante mantener vivo el recuerdo de la historia. Hoy sabemos que el Imperio romano de Teodosio el Grande alcanzó un gran nivel de esplendor económico a finales del siglo IV. Con todo, el Imperio estaba muy poco cohesionado, atravesaba una importante crisis demográfica y, sobre todo, una total falta de fe en sí mismo. Además, el cambio climático había empujado a los hunos a abandonar la estepa asiática, presionando a los godos para que entraran en territorio romano. Teodosio murió en el 395, dividiendo Occidente y Oriente entre sus ineptos hijos Honorio y Arcadio. Poca gente podía imaginarse que tan solo quince años después, Roma sería conquistada por los godos, sumiendo al imperio occidental en una entelequia política hasta que desapareció en el 476.
¿Hacia dónde se encamina Europa? Los emprendedores norteamericanos repiten afanosamente: “EEUU innova, China replica, Europa regula”. No les falta razón, como se ha podido comprobar recientemente con la eclosión de la inteligencia artificial generativa, un fenómeno principalmente estadounidense, poco a poco replicada en China y sobre la que Europa ya ha regulado, aunque se haya quedado totalmente a la zaga.
La economía de la actual zona euro era similar a la de los EEUU en 2007. Hoy en día es un tercio más pequeña, decadencia que pasa inadvertida ante nuestros pasivos ojos. El crecimiento económico no es más que la suma de dos variables: horas trabajadas y productividad por hora trabajada. El primer factor depende principalmente de cuánta gente joven entra en el mercado laboral frente a cuanta gente mayor se jubila, neta de flujos migratorios. Con una natalidad de 1,5 no es de extrañar que la zona euro solo pueda aspirar a que este factor no decline a base de inmigración; inmigración que por otro lado acarrea sus efectos políticos, en forma del auge de la ultraderecha. El segundo factor depende sobre todo del aumento de stock de capital por trabajador, y de la eficiencia con la que los trabajadores son capaces de producir en base a en dicho stock. Suele estar muy relacionado con la innovación tecnológica. En Europa inventamos en el siglo XVII el método científico, y en el XVIII, la Revolución Industrial. Sin embargo, nuestro atraso con respecto a los EEUU es cada vez mayor. Su productividad crece al 1,6% anual desde 2019, en tanto que la europea crece a un ritmo inferior al 1%. Si miramos series más prolongadas el declive es aún superior, de lo que se deriva el hecho de que la renta per cápita de los EEUU excede de 76.000 dólares, en tanto que la europea roza los 41.000: un 81% superior; ambas magnitudes diferían tan solo un 20% en 2007. En esto se diferencia una sociedad innovadora y productiva de una reguladora.
El reciente libro de Fernando Primo de Rivera, La economía que viene realiza un profundo análisis sobre los males estructurales que asolan a Europa, una comparativa exhaustiva con los EEUU y plantea propuestas de choque. Aunque a ambas zonas monetarias les asolen políticas más o menos disfuncionales, existen evidentes lacras sobre las que centrar el análisis y la propuesta de actuación:
Primero: La innovación se basa, entre otras cosas, en hacer confluir los esfuerzos en investigación y desarrollo universitarios, militares y del sector privado. Entender esto es clave para explicar el éxito de Stanford o del MIT y las innovaciones consiguientes (pantalla táctil, internet, GPS…). Ahí radica el liderazgo tecnológico de los EEUU. Su manifestación explica que la bolsa estadounidense no sea rival para la europea y que, entre las grandes empresas tecnológicas, tan solo figure una europea, SAP, a todas luces más pequeña que las norteamericanas.
Segundo: la arquitectura financiera europea no puede competir con veinte políticas fiscales diferentes más o menos creíbles frente a los dictados del ECOFIN, y sus veinte mercados de bonos soberanos ilíquidos. Esta disfunción provoca que el BCE tenga que llevar a cabo ingentes esfuerzos para evitar que la endeble arquitectura institucional no salte por los aires cada vez que se afronta una crisis. La consecuencia es que la política convencional delega en la monetaria la falta de toma de decisiones estructurales.
Tercero: EEUU posee un mercado de capitales unificado y líquido. Un mercado de capitales así contribuye, junto a un sistema bancario, a financiar al conjunto de una economía. En él se financian las empresas estadounidenses, bien emitiendo bonos corporativos o acciones. La zona euro, aunque posee un sistema bancario razonable (aún con importantes deficiencias en lo que respecta a la unión bancaria), presenta un mercado de capitales disfuncional, atomizado e ilíquido. Este problema está identificado desde hace años, y se le intentó ofrecer una solución mediante la Unión de Mercado de Capitales. Sigue en babia desde hace una década.
Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea en 2001 afirmó: “Estoy seguro de que el euro nos obligará a introducir una nueva batería de instrumentos de política económica. Es políticamente imposible proponer eso hoy. Pero algún día habrá una crisis y se crearán nuevos instrumentos”. Salvo que lo remediemos, Europa está abocada a navegar entre crisis y crisis para realizar los tímidos avances que prologuen nuestro dulce declive. Con la aterradora mirada de los hijos de Teodosio en nuestro cogote.