Nos esperan años en los que los emisores dejarán de ganar dinero o lo perderán.

En 1124 el Rey Enrique I de Inglaterra quiso restablecer el orden monetario en su reino.  Para ello, dictaminó que, si los trabajadores encargados de acuñar moneda no respetaban el contenido de plata mandatado, serían castigados con la castración pública y la amputación de la mano derecha.

El dinero se inventó posiblemente en el siglo VII antes de Cristo en Lidia, la actual Turquía.  Por eso las escenas de la película Troya en la que se solicita colocar monedas (conocidas como “óbolos de Caronte”) en los ojos cerrados de un cadáver antes de incinerarlo con el objetivo de que pague al “barquero” en el funesto viaje hacia la Laguna Estigia, en realidad no debió de ser así, ya que en la época de Troya (siglo XII a. c.) no existía el dinero, ni posiblemente tampoco las espadas de hierro.  En cualquier caso, el dinero, desde que existe, ha estado asociado al poder.  Y esta asociación siempre devengó en que su acuñación estaba ligada a la soberanía y al poder político.  Existen dos razones para entender esta relación.

La primera razón consiste en que la acuñación de dinero genera considerables beneficios.  Las cecas (lugares de acuñación) procedían a convertir bronce, plata y en menor caso, oro, en monedas, pero un porcentaje se retenía como derecho “de señorío”, de ahí que estos ingresos se denominen “señoreaje” (en francés, seignorage).  En los reinos serios, tan solo se retenía un 4,2%, pero en cualquier caso los ingresos podían resultar muy considerables, de ahí las frecuentes guerras por controlar la acuñación de dinero.  La segunda razón es que los reinos que afrontaban crisis fiscales, porque gastaban más de lo que ingresaban, procedían a reducir el contenido de metal precioso para así aumentar el “señoreaje” y hacer frente al desajuste fiscal.  Las consecuencias de esta práctica, conocida especialmente durante el siglo III con el Bajo Imperio romano, son bien aprendidas: inflación, seguida de desórdenes monetarios y sociales (la reciente Argentina ha sido un ejemplo de este mal hacer).

En la época actual, este privilegio de soberanía corresponde al banco central, banco que en su función más básica mantiene un pasivo equivalente al dinero que llevamos en nuestros bolsillos, y un activo que sobre todo se nutre de bonos soberanos.  El pasivo no acarrea un coste, ni tampoco un vencimiento: no podemos acudir al banco central con nuestros billetes para que nos entreguen oro.  El activo, por el contrario, genera un retorno proveniente de los bonos comprados.  El consiguiente beneficio que generan los bancos centrales se ingresa cada año en el Tesoro, como antiguamente hacían las cecas con el señoreaje.

Desde que estalló la crisis financiera en 2007, los bancos centrales, aparte de llevar los tipos de interés o a cero (EEUU) o a negativo (Europa, Japón), procedieron a expandir sus balances comprando bonos soberanos u otorgando financiación extraordinaria al sistema bancario.  Al hacerlo, creaban reservas a los bancos comerciales, incrementando así su liquidez con el propósito de que ésta acabara circulando en la economía.  En total, puede que los bancos centrales occidentales hayan expandido su balance hasta 2021 en unos 23 billones de dólares desde la crisis, aproximadamente una cuarta parte del PIB mundial.  Al bajar los tipos de interés, y expandir balances, el precio de los bonos soberanos subió, deprimiéndose su rentabilidad, hasta el punto de que los estadounidenses pagaban una rentabilidad muy por debajo de la histórica, y los alemanes llegaron a retornos negativos.

Con la llegada de la inflación en 2022, los bancos centrales procedieron a subir tipos, y a reducir su balance.  Este proceso llevó a que la remuneración de las reservas que los bancos comerciales habían acumulado en el banco central se fue incrementando, hasta el punto de superar los ingresos que rendían los activos del banco central.   Por eso, muchos bancos centrales han generado pérdidas operativas (antes de liberar provisiones).  El BCE perdió 1.300 millones de euros en 2023, tras liberar 6.600 de provisiones, o sea, unos 7.900 millones de pérdidas operativas, y la FED reconoció pérdidas de 19.000 millones de dólares, o 114.000 millones de pérdidas operativas antes de liberar provisiones, las primeras pérdidas desde 1934.  Ambos bancos provisionan las pérdidas contra ingresos futuros, para así evitar reconocer un impacto contable que mine su balance.   

Es cierto el que el pasivo de los bancos centrales no es exigible, lo que les podría incluso permitir operar con patrimonio negativo.  Algún banco central lo ha hecho, pero ópticamente no es estético que el emisor de la moneda presente un balance quebrado, de ahí que por ejemplo el Riksbank sueco haya solicitado una inyección al gobierno.  Sin embargo, al solicitar ayuda al Gobierno para recapitalizarse, un banco central puede poner en duda su independencia.  Por eso el FMI ha recomendado que, igual que los beneficios se envíen al Tesoro, este restablezca las posibles pérdidas de una forma automática.

En mi opinión, los bancos centrales nos han ayudado en momentos críticos durante los últimos años, e incluso se les han atribuido funciones que no deberían desempeñar.  Ahora nos esperan unos años en los que los emisores de nuestra moneda dejarán de ganar dinero o incluso lo perderán, para póstuma sorpresa del castrador Rey Enrique I.