La productividad está íntimamente ligada a los sueldos y a la competitividad. Si de verdad queremos construir un país o una región de primera, tendremos que revertir la negativa tendencia en productividad.

Winston Churchill afirmó: «Solo me creo las estadísticas que he manipulado personalmente».  Por desgracia, su afirmación es repetidamente actual.  En 1802 la economía de Andalucía representaba una cuarta parte del PIB nacional, con Cataluña y el País Vasco en un 8% y un 2% respectivamente.  Aunque pueda sonar chocante, en realidad las estadísticas siempre tienen un por qué.  Si partimos de la base de que en el siglo XVIII la agricultura suponía un porcentaje considerable del conjunto de la economía y de que la productividad del campo extremeño y andaluz podría ser superior a la equivalente en Cataluña y en el País Vasco, podremos entender el mayor peso relativo del sur frente al norte.  Por diversos motivos, la industrialización caló más en Cataluña y en el País Vasco, lo que explica el que comenzara el auge relativo de estas regiones durante el siglo XIX.  Para poder tener éxito en la industria hace falta un mercado único al que dirigir los bienes, lo que suponía acabar con las múltiples trabas, portazgos y aranceles que dividían la unidad del mercado español.  De ahí que la presión de la burguesía industrial catalana fuera clave para entender el proceso unificador del mercado conseguido en España desde el primer tercio del siglo XIX.  Cuando se consiguió, quedaba un rescoldo: la diversidad monetaria que seguía imperando en España y limitaba las posibilidades del comercio.  Dicha diversidad terminó cuando un ministro catalán, Figuerola, impuso en 1868 la divisa catalana, la peseta, como la única válida, culminando así la unificación económica de España.  Tras estos procesos de industrialización los pesos de las diferentes zonas cambiaron substancialmente.  En 1901 el peso de la economía andaluza en la nacional se situaba ya al mismo nivel que el de la catalana, cerca de un 16% (hoy las cifras son un 13% y un 19%, respectivamente), con la economía vasca duplicando su peso relativo hasta el 4% a principios del siglo XX (en la actualidad representa un 6%).

Hoy discutimos sobre qué comunidades lo hacen mejor o peor, aunque deberíamos poner más el foco en entender por qué la evolución de nuestro país está por debajo de la de Europa, una cuestión que abordo más adelante.  Recientemente Extremadura superó a Andalucía en renta per cápita, por lo cual esta última comunidad ha sido señalada como «farolillo rojo»; sin embargo, volvemos a la máxima de Churchill sobre el uso y abuso de las estadísticas.  Veamos las limitaciones del uso del PIB per cápita:

Primero, el PIB per cápita, como su nombre indica, divide el producto interior bruto por la población de una zona en cuestión.  Si, a condiciones iguales, una comunidad recibe un flujo positivo poblacional, sabremos por cierto que aumenta el denominador de la ecuación, pero no siempre conoceremos el consiguiente incremento de numerador, especialmente si la población que migra no pertenece a la población activa.

Segundo, en una época de declive demográfico, el PIB per cápita presenta sus limitaciones, a medida que aumenta el componente de población que no trabaja.  Por ejemplo, Japón pierde medio millón de trabajadores al año al jubilarse más gente que la joven que entra en el mercado laboral.  Si analizamos la evolución de este país por PIB per cápita observaremos datos muy pobres en crecimiento.  Sin embargo, si analizamos el PIB por trabajador (que al fin y al cabo es el que genera la producción), Japón destaca como caso de éxito, de ahí que cada vez se eleven más voces pidiendo analizar el PIB por trabajador y no tanto per cápita.  Por cierto, aplicando así el análisis, la evolución económica de Europa frente a la de los EEUU es bastante menos mala.

Tercero, el PIB, y por lo tanto el PIB per cápita, dependen de la composición sectorial.  El sector que más valor añadido (margen bruto) genera, es el industrial, seguido por el de los servicios y, por último, el agrícola.  Dentro del sector servicios, el turismo genera menor margen bruto que, por ejemplo, los servicios financieros.  Así, si una actividad como la agrícola representa por ejemplo un 6% del PIB en Andalucía, triplica la media nacional, lo que luego genera una deriva bajista en el PIB per cápita.  Si además disfrutamos de dos años de turismo récord (consecuencia de comportamientos pospandémicos), subirá el peso relativo de este sector, lo que, por efecto estadístico, podría llevar sin embargo a un menor PIB per cápita, a pesar de que como es obvio, es bueno el que el turismo vaya bien en una comunidad autónoma turística.

Cuarto, aunque el PIB refleja la economía sumergida, en realidad esta es muy difícil de calibrar (el PIB mide no solo la economía informal, sino también la ilegal o la paralegal como el tráfico de drogas o la prostitución).  De aquí se deduce que las comunidades con mayor economía sumergida que la media nacional presentan un dato de PIB per cápita cuando menos endeble en su objetividad.

Como apuntaba más arriba lo importante no es perderse en los detalles, sino incidir en lo que genera la prosperidad y bienestar de la población.  Y eso se basa en la productividad. Un reciente estudio de BBVA e Ivie ha mostrado que, en España, la productividad total de los factores (producir más con lo mismo, el «santo grial» de la prosperidad) ha caído un 7% entre 2000 y 2022, frente a avances en el resto de Europa, lo que explica nuestro progresivo alejamiento de la renta media europea.  La productividad está íntimamente ligada a los sueldos y a la competitividad.  Los países más productivos pagan mejor, y los trabajadores se pueden permitir trabajar menos (los españoles trabajamos de media un tercio más de horas que los franceses o los alemanes).  Si de verdad queremos construir un país o una comunidad de primera tendremos que revertir la negativa tendencia en productividad, y esa reversión pasa por ayudar a que el acrónimo de pequeñas y medianas empresas —pyme— pase de muchas «P» a muchas «M», lo que se consigue con un marco que favorezca el crecimiento, no que lo inhiba, y fomentando la unidad de mercado, como impulsaban los catalanes en el XIX, no inhibiéndola, como lamentablemente hoy acontece a través de la multiplicidad de regulaciones autonómicas.

Como decía el recientemente fallecido Premio Nobel Robert Solow, «la productividad no lo es todo, pero a largo plazo, lo es casi todo».