Las bolsas cada vez cumplen menos su función de financiar a empresas medianas exitosas.

En 1309 la República de Venecia subastó los primeros bonos al público, cerca del puente de Rialto, para hacer frente a sus guerras.  Por primera vez los mercados cumplían el papel de la financiación soberana, ya que hasta entonces, la de los Estados había corrido a cargo de la banca, función que esta siguió desempeñando en los siglos ulteriores, aunque cada vez con menor preponderancia.  Durante las guerras napoleónicas, Francia se financió sobre todo con bancos, Inglaterra con bonos.  Dado que los segundos presentan mayor diversificación, Inglaterra consiguió un menor coste financiero que Napoleón, una ventaja competitiva crucial que explicó, entre otras, su victoria.  Desde entonces, los mercados han sido la principal fuente de financiación soberana.  Con todo, la muy relevante presencia de los bancos centrales en la compra de bonos soberanos ha reducido la liquidez de estos mercados, gestando posibles problemas de inestabilidad financiera futuros.

Las primeras bolsas de valores se desarrollaron en Holanda y en Inglaterra durante el siglo XVII, y permitieron canalizar los ahorros hacia los recursos propios de las empresas que mejores perspectivas de crecimiento presentaban, cimentando así el capitalismo.  El papel de los mercados bursátiles para financiar las innovaciones asociadas a las revoluciones industriales fue clave.  En este contexto, las empresas innovadoras en crecimiento, cruciales para la cuarta Revolución Industrial, acudieron decisivamente a la bolsa para financiar su crecimiento en etapas tempranas.

A su vez, las empresas grandes emitieron bonos sobre todo desde el siglo XIX para diversificar la financiación bancaria, emulando así el movimiento que los Estados habían iniciado previamente para financiar su deuda.  Desde 1979, los mercados también financiaron la deuda de empresas de más riesgo, mediante los mercados de bonos de alto rendimiento o high yield.

Los excesos asociados a la burbuja de internet de finales de los noventa desembocaron en onerosas regulaciones que afectaban a los mercados financieros, y devinieron a su vez en excesos regulatorios.  La consecuencia es que cada vez menos firmas acudieron a las bolsas a financiarse, y en paralelo se desarrollaron industrias de capital privado para sufragar recursos propios de las empresas, bien empresas innovadoras (financiadas por el venture capital) o establecidas (financiadas por el private equity).  Si Amazon había salido a bolsa en 1997 con una capitalización de tan solo 600 millones (hoy vale casi 2 billones) y un folleto informativo que no excedía de 80 páginas, Uber pudo mantenerse como no cotizada hasta alcanzar una valoración de 80.000 millones de dólares, y, cuando salió a bolsa, su folleto rondaba las 300 páginas, algo que luego repercutía en considerables costes regulatorios.  Además, las reformas conducentes a reformar el análisis bursátil han acelerado el declive de las bolsas, especialmente entre valores medianos, otro “hurra” regulatorio.

No es de extrañar que en estos últimos veinte años el número de empresas cotizadas por ejemplo en EEUU se haya ido aproximadamente a la mitad.  La OCDE calcula que el número de empresas cotizadas se ha reducido en unas 15.000 desde 2005 entre EEUU y Europa, cantidad apenas compensada con las escasas nuevas salidas a bolsa.  Se calcula que la industria de private equity global (creada en los años 80) podría mover hoy unos 8 billones de dólares, o 16 si tenemos en cuenta el endeudamiento que emplea para comprar empresas.  Hablamos de una cifra superior al PIB chino y ligeramente inferior al estadounidense.  El conjunto de las bolsas mundiales capitaliza unos 100 billones de dólares.   

Si los mercados de bonos corporativos convivieron con los bancos para la financiación de la deuda empresarial, desde hace unos años la financiación privada también se fue abriendo camino en la deuda empresarial.  El direct lending permite canalizar dinero de fondos de inversión directamente para prestar a empresas.  A nivel global hoy podría manejar 2 billones de dólares, cantidad no desdeñable si consideramos que los mercados de bonos corporativos mundiales valen unos 30 y que el ritmo de crecimiento del direct lending es muy intenso: la industria apenas existía hace unos pocos años.

Aunque siempre es bueno diversificar las fuentes de financiación, el declive de los mercados financieros debería alarmarnos a todos.  Los mercados de bonos soberanos son más ilíquidos y más volátiles.  Las bolsas se han escorado hacia escasos valores de gran capitalización, y cada vez cumplen menos su función de financiar a empresas medianas exitosas.  Los mercados de bonos corporativos afrontan el auge de la financiación directa.  Por si fuera poco, en la zona euro dividimos la escasa liquidez de los mercados financieros en veintisiete mercados diferentes, lo que dificulta la comparabilidad y genera el éxodo de recursos (250.000 millones de euros al año según el reciente informe Letta) hacia otros más eficientes y líquidos como los estadounidenses.

Las inversiones que afrontamos los próximos años en transición climática, infraestructuras y defensa son ingentes.  Solo una reforma profunda e inteligente de los mercados financieros permitirán hacer frente a este reto.