La inflación ha asolado a muchas economías a lo argo de nuestra historia, pero nuestro conocimiento es aún limitado

Para limitar el proceso terriblemente inflacionista que asoló el Imperio romano durante la segunda mitad del siglo III, el emperador Diocleciano aprobó un célebre decreto de precios máximos.  Fue totalmente ignorado.  Desde entonces, la inflación ha asolado muchas economías, y nuestro conocimiento es aún limitado.

Se ha criticado mucho a los bancos centrales por su incapacidad para predecir la inflación que nos atenaza desde el segundo semestre de 2021, y por su retraso a la hora de hacerle frente con subidas de tipos y reducción del tamaño de su balance.  Los bancos centrales aplican su política monetaria en base a modelos que intentan predecir la inflación, y el fallo parcial de dichos modelos ha vuelto a abrir un episodio de autocrítica.  De hecho, Tom Gilovich afirmó que «en el corto plazo, la gente lamenta sus acciones más que su falta de actos, pero en el largo plazo, se arrepiente más de su falta de actos que de sus acciones».  Entendamos qué está ocurriendo.

Existen dos grandes teorías para predecir la inflación.  Para la teoría monetarista, la inflación es «siempre y en todo lugar una expresión del dinero en circulación», como decía Friedman.  La relación entre ambas variables comenzó a funcionar menos bien durante la década de los ochenta, motivo por el cual los bancos centrales cada vez se fijaron menos en la masa monetaria como expresión de futura inflación.  A fecha de hoy parece que la relación es más consistente solo en zonas monetarias en las que los incrementos de masa monetaria están muy ligados a la financiación de déficits fiscales muy intensos y crónicos, lo que sí predice bien la inflación (la actual Argentina, posiblemente Occidente durante los recientes estímulos covid, e históricamente, entre otros, EEUU tras la segunda guerra mundial, la Alemania de entre guerras, la Francia revolucionaria, o la España del siglo XVI).

Para la teoría de la inflación como fenómeno de costes, en la medida en que el principal coste de las empresas, el laboral, experimente fuertes incrementos, las empresas tendrán que ajustar vía precios para mantener sus márgenes.  Para predecir los costes laborales se emplea la curva de Philips, que mide la relación entre desempleo y salarios, de forma que cuanto más bajo sea el desempleo más poder negociador presenta el trabajador, de lo que se deduce que los incrementos salariales se acelerarán y, con ello, la inflación.  A falta de referentes monetarios, los bancos centrales han puesto su acento en los mercados laborales para poder predecir la inflación.  Este es el motivo por el que cuando aparece un dato de empleo muy «bueno» (mucha creación) las bolsas en ocasiones caen, ya que descuentan que la creación de empleo redundará en mayores salarios, por lo que los bancos centrales reaccionarán subiendo tipos, algo que reduce la valoración de las empresas.

El problema de la curva de Philips es que, formulada en la década de los cincuenta, dejó de presentar buenas correlaciones en los últimos 15 años.  En la época anterior al covid se habían alcanzado niveles de desempleo históricamente bajos que, sin embargo, no acarreaban intensas subidas salariales, quizás porque la automatización del trabajo generaba cierta timidez entre los trabajadores a la hora de demandar más incrementos salariales.

Existe una tercera teoría que afirma que la inflación es una profecía autocumplida en el sentido de que son las expectativas las que acaban determinando el nivel de inflación.  Si esperamos incrementos fuertes de precios entonces demandaremos subidas salariales (especialmente si el desempleo es bajo), subidas que a su vez generarán inflación.  En realidad, esta teoría es una variación de la inflación como fenómeno de costes, y como afirmaba recientemente Larry Summers, afirmar que la inflación proviene de expectativas de inflación, y las expectativas a su vez de consumidores, que tienden a basar su expectativa en base a la inflación presente en compras repetitivas, se trata más una referencia circular que de una teoría.

El mensaje es que nos adentramos en la crisis del covid con una linterna averiada, de cara a predecir la inflación.  En 2021, con todo, la masa monetaria crecía a niveles no observados durante décadas, los déficits fiscales se situaban en rangos bélicos y el desempleo se reducía con fuerza.  Ambas brújulas señalaban riesgo, y los bancos centrales, “guiados” por sus modelos de funcionamiento cuestionable, tardaron en avistar el peligro, algo de lo que hoy en día se están arrepintiendo públicamente.  En 2024 observaremos una normalización de la inflación.  La pregunta que surge es: ¿sabemos cómo predecirla en un contexto de normalidad? Y la escalofriante respuesta es que posiblemente no…

De aquí se deduce un hecho importante: el que aunque la inflación se estabilice los próximos años en una nueva normalidad entre el 2% y el 2,5% (salvo que la inteligencia artificial generativa provoque mejoras de productividad tan substanciales que nos lleven a cotas más bajas en el medio plazo), debemos acostumbrarnos a que la volatilidad de la inflación seguirá siendo alta, lo que exige replantear cómo canalizamos nuestro ahorro, ya que una parte muy relevante está invertido en instrumentos que no protegen frente a una inflación volátil, comenzando por los bonos soberanos y una gran parte de los corporativos.

Como decía Edwards Deming, el padre del quality management: «sin datos, no eres más que otra persona con una opinión».  Pues así afrontamos, como Diocleciano, el incierto futuro sobre la inflación.