Es importante entender la interrelación entre la calidad democrática, la solidez institucional y la interactuación de ambas como germen de productividad.

Jean Monnet, uno de los «padres fundadores» de la Unión Europea, afirmó: «nada es posible sin el pueblo, y nada dura sin instituciones».  Un noruego disfruta hoy de una renta per cápita cercana a los 80.000 dólares; un norteamericano, de 63.000; un danés, de 60.000, un alemán, de 43.000; y un español, de unos 27.000.  ¿A qué se deben estas diferencias?  En gran parte, a las variaciones en productividad, y aunque se han señalado qué factores influyen en esta última, como la educación, la inversión en I+D o la inversión directa extranjera, una constante aparece a lo largo de la historia: las naciones con mayor calidad institucional, como las nórdicas, son más prósperas, y la prosperidad transpira hasta cada familia, lo que a su vez incide en la felicidad, ya que la renta per cápita es uno de los seis factores más relevantes en el nivel de felicidad de las personas.

¿Está en juego la prosperidad futura de España?

En las situaciones en las que la zozobra política, como la que ahora atraviesa nuestro país, nos solivianta y nos preocupa, corresponde interrogarnos sobre lo que está en juego.  En mi opinión, para responder a esta pregunta es útil el aclarar los horizontes temporales.

En el corto plazo, la inercia de una economía pesa mucho.  España exporta el 41% de su PIB, el doble que China, o el triple que EEUU.  Es un éxito colectivo, mérito de nuestras empresas y trabajadores, éxito que ha permitido al España dejar atrás su crisis y afianzar el futuro.  La plataforma exportadora de España se asienta sobre bases sólidas, ligadas a unos costes laborales unitarios más competitivos que los de países cercanos.  Por otro lado, la deuda privada, aquella en manos de empresas y familias, se ha reducido sistemáticamente desde 2008, lo que ha limitado enormemente la vulnerabilidad del país.  La demanda interna a su vez se cimenta sobre el diferencial entre sueldos e inflación, así como sobre la creación de empleo.  La primera dimensión debería ser positiva, a medida que los datos de IPC se sitúan por debajo de los incrementos salariales.  La segunda, aunque desacelerándose, debería contribuir a incrementos de ocupados cercanos al 1% anual, algo que contribuye al consumo, ya que, de media, un español gasta cerca de un 90% de su renta.  A la deuda pública, que a todos nos preocupa, se le irá haciendo frente de dos formas.  Primero, el ECOFIN nos obligará a una paulatina reducción de déficit estructural, posiblemente en un periodo que oscile entre cinco y siete años, tanto por subida de impuestos como por bajada de gastos.  Segundo, el incremento de nuestro PIB nominal —ya sea vía población, productividad o inflación— se acercará al 3,5-4% anual, por lo que el cociente de deuda pública sobre PIB se irá reduciendo, aunque el montante de la deuda siga siendo el mismo.  En mi opinión, los fundamentales razonables de corto plazo son sobre todo mérito del sector privado y no se ven amenazados de una forma relevante por el poder político.

Si analizamos plazos más largos, el dibujo cambia.  La prosperidad de un país está relacionada con su calidad institucional.  El economista, Daren Acemoglu, publicó junto con su colega James Robinson un famoso libro Por qué fracasan los países (Why Nations Fail, en su original en inglés).  En él mantienen la tesis de que los países que son capaces de construir y respetar un marco institucional fuerte acaban siendo más prósperos, lo que explica, por ejemplo, que EEUU sea más rico que México.  Esta relación entre calidad de instituciones y prosperidad económica ha sido avalada por otros estudios académicos, aunque no resulte fácil cuantificarla.  Pues bien, lo que está en juego en nuestro país es precisamente el que la degradación progresiva de las instituciones nos puede llevar a comprometer la prosperidad futura.   

Aparte de las consideraciones sobre moralidad y calidad democrática (Churchill afirmó aquello de que «hay políticos que cambian de partido político para mantener sus principios, y otros que cambian de principios para mantener su partido»), es importante entender la interrelación entre la calidad democrática, la solidez institucional y la interactuación de ambas como germen de mayor productividad.  La productividad nos permite mejorar la renta per cápita, trabajar menos horas, ganar más sueldo y ser más competitivos, todo ello sin generar inflación.  Por eso se la ha definido como el «Santo Grial», o en palabras de Solow, «la productividad no lo es todo, pero a largo plazo, lo es casi todo».  Podremos actuar sobre la productividad tocando palancas como el tamaño medio de las empresas o la inversión en I+D (palancas por cierto muy deficientes en España), pero los resultados serán decepcionantes si no se asegura el marco institucional adecuado, como saben muy bien en Argentina.

Parte del problema se genera cuando existen decisores que contemplan horizontes de corto plazo (una parte de la clase política) frente a otros a los que les preocupa más la prosperidad de sus hijos.  Pues bien, las instituciones suelen pensar y actuar más a medio y a largo plazo, al igual que los ciudadanos y las empresas, de ahí su relevancia.

La solución a este conflicto es clara: defendamos nuestras instituciones para construir un país más próspero.