Una lógica basada en mitos sigue contaminando muchas de las decisiones políticas a día de hoy.
Hace unos días, un periódico escribió acerca de las misteriosas muertes de los arqueólogos que abrieron la tumba de Tutankamón en noviembre de 1922, provocadas supuestamente por un “hongo misterioso”. Yo también recuerdo haber escuchado de niño esa historia, edulcorada por supuestos avisos que, en jeroglífico, figuraban en la tumba del faraón: “No me toquéis”. Al no respetar los avisos, los “hongos” acabaron con la vida de los científicos, cumpliéndose así la “maldición”.
En realidad, se trata de una patraña. Ninguno de los arqueólogos que abrió la celebérrima tumba murió de ninguna infección asociada a la momia ni similar. El financiador de la expedición, Lord Carnarvon, falleció a los cinco meses al picarle un mosquito, y afeitarse posteriormente la herida con una navaja, lo que le generó una infección mortal en una época en la que no se disponía de antisépticos. El arqueólogo principal, Howard Carter, murió de un linfoma 16 años después de haberse enfrentado a la momia, y el resto de los arqueólogos tuvieron vidas longevas. En total, accedieron a la tumba 25 personas en 1925, y según analizó más tarde el British Medical Journal, su longevidad fue acorde con la esperanza de vida de entonces. En palabras de Ceram, autor del famoso libro Dioses, tumbas y sabios: “La leyenda se convirtió en un sensacionalismo mediático, particularmente después de la muerte de Lord Carnarvon. A pesar de la superstición generalizada, Carter refutó estas afirmaciones, enfatizando una perspectiva racional sobre los eventos y desacreditando la narrativa de maldiciones dentro de la cultura egipcia antigua”.
La “maldición de Tutankamón” se reduce a rumores desatados por la prensa amarilla, rumores que, mantenidos durante décadas a pesar de la evidencia, han creado una “posverdad” hasta el punto de que la patraña se sigue repitiendo 103 años después.
Cuando analizamos cómo esta maldición afecta a la toma de decisiones políticas nos encontramos con múltiples ejemplos:
Si se debate sobre la energía nuclear, muchos políticos apelan a su “falta de seguridad” esgrimiendo ejemplos como el accidente de Fukushima, ejemplos que mucha gente asocia a un elevado número de víctimas mortales, cuando la realidad es que no se registraron fallecimientos en dicho evento (según la información disponible, tan solo siete personas han muerto en accidentes nucleares en todo Occidente desde 1961). El debate se lleva hacia la “energía verde”, que presenta sus limitaciones de inercia, como demostró el apagón del pasado 28 de abril, y obvia el hecho de que la nuclear no emite dióxido de carbono.
Si se discuten políticas para solucionar la carestía de vivienda, surgen ideas mágicas como “limitar precios”, ideas que la experiencia y el mundo académico han demostrado que no funcionan. Por el contrario, tienden a reducir la oferta disponible y posteriormente, a encarecerla y a expulsar del mercado a las familias más humildes, ya que la oferta restante de casas se canaliza hacia personas con menos riesgo de impago, que son los de mayor renta. Al menos desde el Imperio romano, los políticos han buscado la “limitación de precios” como forma de solucionar el problema de la inflación. Del hecho de que estas regulaciones se hayan repetido a lo largo de la historia se muestra su total fracaso. Los precios altos se solucionan con más oferta, da igual que se trate de casas o de café.
Si la decisión sin debate establece duplicar el gasto militar para cumplir con las obligaciones de la alianza a la que un país pertenece, suele afirmarse que dicho aumento se realizará “sin recortar ni un céntimo el gasto social”. En otras palabras: se financia a través de un aumento de la deuda pública, que será pagada por nuestros hijos, quienes hoy no pueden votar ni expresar su posición ante esa decisión, como tampoco ha podido pronunciarse formalmente el Parlamento a través del marco presupuestario, que hoy parece objeto de reliquia democrática y constitucional. Si se defiende la opción de no aumentar aún más el gasto militar con lo comprometido con el resto de los aliados bajo el argumento de que un país es “soberano”, entonces la decisión lógica debería ser la soberana retirada de la alianza para no pagar. Se puede ser socio de una piscina y pagar, no pretender seguir disfrutándola sin pagar la cuota acordada por el resto de los socios.
Hace tiempo, el Gobierno británico, quizás escaldado por el Brexit (otro lamentable ejemplo de la maldición), propuso una iniciativa, conocida como evidence-based policy, para crear políticas basadas en evidencia, no en falsos hongos asesinos. Esta iniciativa devino en el repositorio What Works Network, sencillamente, para evaluar qué funciona y qué no funciona para, sobre ello, hacer política. Datos frente a hongos. Creo que emular esta idea haría mucho bien.
Heródoto, en el siglo V antes de Cristo, afirmó que la nobleza persa educaba a sus hijos en dos máximas: la primera es no mentir, la segunda, no incurrir en deudas, porque el que incurre en deudas, acaba mintiendo. Por desgracia, la maldición de Tutankamón engarza deudas y mentiras 2.500 años después.