Me refiero a la desigualdad regional, y concretamente entre las grandes urbes (y hablamos de una o dos por país) frente a las ciudades medianas y pequeñas y a las zonas rurales
En mi última columna, cuestionaba la relevancia de las promesas vertidas en los programas electorales. En muchas ocasiones, dichas promesas plantean medidas que el gracioso partido plantea realizar para luchar contra la desigualdad. Este concepto, el de desigualdad, varía en función de cómo se calcule, como ya expuse hace un tiempo. Puede tratarse de desigualdad de riqueza (España sale como uno de los países menos desiguales de Occidente) o de renta. A su vez, esta última puede calcularse por ingresos antes de impuestos, después de impuestos y de transferencias sociales e incluso intentando reflejar el peso de los ingresos por la economía sumergida (para lo que se emplea la desigualdad de consumo).
Por estas últimas métricas (ingresos), España es un país ligeramente más desigual que otros de nuestro entorno, y una parte relevante (el 80%, según la OCDE) de la desviación se explica por la diferencia en niveles de desempleo (la tasa de España duplica la de la zona euro, y como es lógico, a más desempleados, más desigualdad). De ahí se deduce que si España sigue creando empleo a un ritmo que triplica el de la zona euro, poco a poco iremos reduciendo el diferencial de desigualdad con otros países de la zona euro (de cuatro centésimas, si cogemos el indicador Gini de ingresos después de impuestos). La creación de empleo depende a su vez del crecimiento económico, luego las medidas conducentes a maximizar dicho crecimiento serán siempre de enhorabuena para atajar la gran tragedia nacional (el desempleo, que sigue siendo mucho más elevado que el de, por ejemplo, nuestro vecino Portugal) y a un tiempo reducir la desigualdad de ingresos.
Las causas más estructurales del aumento de la desigualdad en el mundo, muy ligadas a la revolución tecnológica, han de ser combatidas, en mi opinión, desde la reforma educativa, incluyendo la formación continua, más que con populismos, que intentan dar una respuesta sencilla a un problema complejo. “Si la cuarta revolución industrial crea desigualdad, la solución es fácil, construyamos un muro en México”. Por desgracia, el cerebro humano adora las soluciones sencillas, pero la complejidad solo se ataja desde la complejidad.
Con todo, me gustaría dedicar esta columna a otro tipo de desigualdad rampante que ha crecido en intensidad desde finales de la década de los setenta, no solo en España sino en el conjunto de Occidente e incluso en muchos países emergentes. Me refiero a la desigualdad regional, y concretamente entre las grandes urbes (y hablamos de una o dos por país) frente a las ciudades medianas y pequeñas y las zonas rurales. En el ámbito de Occidente, incluyendo España, los investigadores han descubierto cómo desde la fecha aludida se observa un diferencial creciente en la cantidad de trabajo ofrecido por las primeras (grandes urbes) vs. las segundas (ciudades medianas y pequeñas, así como zonas rurales), y también respecto a la remuneración de los puestos ofrecidos entre primeras y segundas zonas.
Por otro lado, la globalización ha supuesto que millones de trabajos estén hoy en día expuestos a la competencia internacional, lo que provoca menor poder negociador de salarios por parte de trabajadores, en especial en sectores muy expuestos a importaciones, algo que ha hecho mella especialmente en zonas que estaban muy industrializadas (a veces coincidentes con las zonas geográficas que hoy en día se están quedando atrás) y que han experimentado declives durante las últimas décadas. Estos tres factores provocan una creciente desigualdad que hace mella especialmente entre la clase media, disminuyendo la cohesión geográfica y nacional.
Dado el poco debate que se ha realizado sobre este fenómeno, no es de extrañar que apenas se hayan planteado políticas ni medidas conducentes a discutir soluciones. Quizás esta olla a presión explique en parte protestas políticas como las que ejemplifican los chalecos amarillos en Francia o el desglose del voto sobre el referéndum del Brexit. No estamos hablando de que en una zona del país se genere mucha riqueza y en otra se destruya, sino de que las velocidades de progreso han entrado en niveles muy diferentes, lo que provoca migración cada vez más intensa desde ciudades pequeñas a ciudades muy grandes, lo que agrava la situación demográfica, económica y social.
Parte de la discusión sobre las causas se basa en el impacto que la cuarta revolución industrial, la revolución del conocimiento, ha presentado sobre la oferta de trabajo en forma de puestos muy cualificados. Si el sistema educativo, tanto a tiempo completo como en formación continua, no ha sido capaz de adecuarse a los cambios en la oferta laboral, la consecuencia es una mayor dispersión de salarios y de oportunidades geográficas, ya que la sociedad del conocimiento genera ‘efectos red’, lo que provoca que una sola zona puede atraer a la inmensa mayoría del sector del conocimiento en un solo país, en detrimento de oportunidades en el resto.
El problema es profundo, lo que exige de un profundo debate y de profundas soluciones. Como este fenómeno también se ha producido en los países emergentes, en alguno se decidió asignar capitales políticas distintas de las económicas (Islamabad, Ankara). Otros países occidentales (Reino Unido, Noruega) han comenzado a experimentar utilizando precisamente la tecnología para descentralizar funciones de la capitalidad, mejorar así las condiciones de vida de funcionarios (mejor calidad de vida, más fácil acceso a vivienda) y además mitigar la desigualdad geográfica (por cada funcionario desplazado, se generan más de 0,5 puestos de trabajo indirectos, como señalóhace poco ‘The Economist’).
Si creemos en una nación cohesionada, es importante no solo centrarse en la retórica sino en los hechos, y estos son que desgraciadamente avanzamos hacia dos Españas.
Está en nuestras manos el revertirlo.