¿Qué podemos reflexionar sobre las posibles consecuencias negativas que casi 50 años de la llamada ‘cuarta revolución industrial’ han podido provocar?
En 2004, el primer ministro del Reino Unido, Gordon Brown, inauguró las nuevas oficinas centrales de Europa del banco de inversión norteamericano Lehman Brothers, a la sazón situadas en Londres. En su discurso, Brownafirmó que Lehman “había sido siempre innovador, financiando nuevas ideas e invenciones antes de que otros ni siquiera percibieran su potencial”.
Todos sabemos en qué acabó la innovación del maltrecho banco de inversión, y a raíz de 2008 se abrió un enorme debate sobre la bondad o maldad de las innovaciones financieras.
Paradójicamente, desde ese año se acelera la revolución tecnológica, por una serie de causas que no voy a tratar en este artículo. He escrito profusamente sobre los enormes efectos positivos que genera la tecnología, entre otros, acelerar el crecimiento económico (primera revolución industrial), algo clave para acelerar la salida masiva de personas de la pobreza, lo que antes o después acaba provocando mayores dosis de libertad. Con todo, dedico este artículo a discernir alguno de los efectos que podrían ser más perversos, con el objeto de alimentar el debate. Me centro en la llamada ‘cuarta revolución industrial‘, cuya génesis comienza a gestarse a principios de los años setenta. ¿Qué podemos reflexionar sobre las posibles consecuencias negativas que 50 años de dicha revolución han podido provocar?
Primero, la disrupción en el mercado de trabajo ha sido total, al igual que en las revoluciones anteriores. Es cierto que las tasas de desempleo de los países de la OCDE se sitúan hoy en mínimos, pero sin embargo se ha producido un desplazamiento masivo de trabajadores de unos sectores a otros, lo que ha provocado importantes lacras en forma de menores salarios entre los trabajadores menos preparados, así como un porcentaje reseñable de la población que trabaja a tiempo parcial cuando le gustaría hacerlo a tiempo completo. En parte, este proceso explica el aumento de las desigualdades de renta, que se debería combatir sobre todo desde la formación continua.
Segundo, si desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta aproximadamente 1970 los incrementos de productividad beneficiaron en gran parte a los trabajadores, que observaron fuertes incrementos de sus rentas reales (netas de inflación), este proceso se invierte desde entonces, y las mejoras de productividad han desembocado casi íntegramente en el capital, lo que ha provocado una reducción de las clases medias y una menor afección de estas con la política tradicional. Por primera vez en todo este periodo, en 2019 comenzamos a observar tímidas señales de un cambio histórico: los sueldos comienzan a subir por encima de la productividad, pero en muy poca proporción para compensar lo acaecido en el pasado.
Tercero, como consecuencia del fenómeno arriba apuntado, la participación de los salarios en el PIB ha bajado en este periodo de forma intensa en muchas economías. En el caso de los EEUU, por ejemplo, ha bajado desde el 64% hasta el 56% desde 1975 hasta ahora. Como contrapartida, sube el peso de los beneficios empresariales, y por lo tanto el valor de las empresas. Este fenómeno explica el creciente nivel de desigualdad de riqueza, lo que sin duda ha afectado a la cohesión de las poblaciones.
Cuarto, como he apuntado en el pasado, la creación de prosperidad, si hasta la década de los setenta se compartía más o menos a lo ancho y largo de geografías, desde entonces tiende a concentrarse en muy pocas ciudades gigantescas, en forma de economías de red que explican la multiplicación de trabajos bien remunerados. Este proceso actúa en detrimento de las oportunidades laborales en ciudades medianas y pequeñas, que se ven obligadas a observar la emigración de sus ciudadanos más jóvenes ante la ausencia de oportunidades.
Quinto, si la competencia es la esencia del capitalismo, la revolución tecnológica ha generado en parte enormes conglomerados que han alcanzado cuotas de mercado cuasi oligopolísticas en mercados clave (así, Google y Facebook en la publicidad ‘online’, o Amazon en el comercio electrónico). En general, la concentración de poder entre muy pocas compañías puede ser mala noticia para los consumidores, para la innovación futura y para los trabajadores, que ven mermado su poder de negociación frente a una alternativa de empleadores.
Sexto, la revolución tecnológica presenta inquietantes proyecciones sobre el poder político a través de las nuevas formas que tenemos para comunicarnos. La proliferación de ‘fake news‘ influye en los procesos electorales, las recientes elecciones en la India han sido denominadas ‘la elección del WhatsAppp’, la injerencia mediante el abuso de redes sociales en referéndums y procesos electorales es bien conocida, y los resultados de búsqueda de información pueden estar sujetos a criterios no del todo neutrales. Todo esto afecta y afectará al tipo de líderes que gobernarán nuestros Estados.
A finales del siglo XIX, EEUU tuvo que hacer frente al enorme poder de grandes compañías en sectores clave debido a que estaba en juego la propia calidad de la democracia (o ellos o nosotros), y reaccionó aprobando la ley Sherman antitrust. En las próximas elecciones presidenciales de EEUU, uno de los caballos de batalla será cómo regular las grandes tecnológicas. Eso pasará por analizar el poder de cada empresa y la utilidad final de la innovación generada. Como dijo Paul Volcker, exgobernador de la Fed, en 2008: “La única innovación financiera útil de los últimos 40 años ha sido el cajero automático”.
Qué pena que Gordon Brown no pudiera conocer de antemano la opinión del gran Volcker.