La historia nos ha enseñado cómo la democracia liberal ha sido la forma política y económica más exitosa en el mundo para crear bienestar y felicidad para sus habitantes
Hace años, buceando en una biblioteca perdida, encontré un libro de historia de España escrito por Falange en 1940 para ser usado en los colegios infantiles. Al tratar el cristianismo, afirmaba: “La democracia se inventó el día en que Poncio Pilato sacó al balcón a nuestro señor Jesucristo y al ladrón Barrabás, y le dijo al pueblo: ¿a quién preferís salvar?”. Se me quedó grabada tamaña barbaridad. Por un lado, pensé, si el adulterar la educación, en este caso durante décadas, tuviera luego efecto en conciencias y en simpatías políticas (como la mayoría de la gente piensa), entonces Falange hubiera obtenido más del 0,17% de votos que cosechó en las primeras elecciones tras aprobarse la Constitución. Esto muestra, en mi opinión, que la gente muchas veces es más inteligente de lo que piensan algunos políticos.
Por otro lado, es evidente el abultado error en lo que supone el origen de la democracia, que como sabemos se había inventado seis siglos antes en Atenas. Los atenienses desarrollaron y perfeccionaron hace más de 2.500 años una forma de gobierno, la democracia, no solamente totalmente inédita en la Grecia antigua sino en el mundo entero. Atenas exportó la democracia (o su versión de democracia) hacia otras ciudades griegas, pero la derrota de Atenas a manos de Esparta en las guerras del Peloponeso, y más tarde a manos de Tebas y posteriormente de Macedonia, desnaturalizó la democracia, hasta el punto de que esta dejó de funcionar. Muchos pensadores asociaron la crisis de Atenas a su forma de gobierno. De hecho, la palabra ‘democracia’ fue acuñada en su origen por pensadores griegos opuestos al ‘poder del pueblo’ y con el término intentaban ridiculizarla. La decisión más desastrosa, militarmente hablando, invadir Sicilia, fue precisamente una decisión ateniense democrática, democrático error que aprovechó la aristocrática Esparta para asestar el golpe final a su archirrival. La democracia ateniense se había ido relajando, a veces pervirtiendo, degradando sus instituciones, hasta el punto de que, cuando esta desapareció, nadie la echó en falta.
Con todo, esa idea revolucionaria de gobierno se quedó en el pensamiento occidental, y provocaría su renacimiento en diferentes formas muchos siglos después. La historia nos ha enseñado cómo la democracia liberal ha sido la forma política y económica más exitosa en el mundo para crear bienestar y felicidad para sus habitantes. Recuérdese, por ejemplo, que una dictadura comunista como China, por hablar de países con cierto desarrollo, presenta hoy una renta per cápita al nivel de Rumanía, y a pesar de eso muchas autocracias se fijan en China como modelo económico a seguir en vez de la democracia liberal. La democracia liberal se sustenta sobre clases medias fuertes, afectas con su sistema político. Además, las democracias no luchan entre sí, de ahí se deduce que la expansión de la democracia genera periodos de paz y prosperidad duraderos como los actuales, que nunca se habían dado en la historia.
Este exitoso modelo, alabado por Fukuyama en ‘El final de la historia’, está hoy cuestionado. Por un lado, cuando se pregunta a ciudadanos de los Estados Unidos si la democracia es esencial, el porcentaje de personas que responden afirmativamente se ha reducido en función del año de nacimiento: la gente mayor responde masivamente sí, en tanto que en las generaciones más jóvenes las respuestas son más melifluas. En otras palabras: la democracia va perdiendo adeptos incluso en Occidente.
Por otro, la idea de que, una vez alcanzada, la democracia es un fin irrevocable se cae por su propio peso. No hablamos de los golpes de Estado frecuentes en los siglos XIX y XX que ponían fin a las democracias. Hablamos de degradar una democracia desde el poder, dañando las instituciones y proliferando noticias falsas, de forma que poco a poco la democracia deja de ser funcional, hasta que llega un día en el que un país ha dejado de ser democrático y sin embargo nadie puede aclarar el momento concreto en el que esto ha ocurrido. La transformación de la democracia de la República de Weimar en Alemania de los años veinte a la dictadura nazi en los treinta es un buen ejemplo. La Venezuela de Chávez, otro. Hitler y Chávez llegaron al poder mediante métodos más o menos democráticos, y utilizaron el poder para soliviantar las instituciones democráticas ‘en nombre del pueblo’, hasta que estas dejaron de serlo.
Aunque existen otros dolorosos ejemplos sobre cómo esta degradación de la democracia se ha ido produciendo en varios países más o menos cercanos hasta alcanzar ruindades morales y desastres económicos, lo más alarmante es que hoy en día la democracia liberal también está en peligro en sus cunas de Europa Occidental y EEUU, tal y como señala el profesor de Cambridge David Runciman, así como los profesores de Harvard Levitsky y Ziblatt, en sendos libros titulados como el encabezado de esta columna.
El caldo de cultivo, como tantas otras veces, es el miedo y la ansiedad que provocan los cambios. Cambios asociados con la cuarta revolución industrial, que con sus virtudes, también genera robotización del trabajo, aumento de desigualdades de ingresos, de riqueza y geográficas (la gran ciudad frente al resto del país), mayor dispersión de sueldos, fuertes migraciones internas y ‘shocks’ culturales más o menos edulcorados con los flujos humanos y la apertura de mercados que a veces origina deflaciones salariales.
El ser humano anhela respuestas sencillas ante problemas complejos, y el mundo arriba descrito es idóneo para el populismo: todos los problemas se solucionan construyendo un muro elevado en Texas, o declarando la independencia de la Unión Europea. Si además unimos la respuesta sencilla(e incorrecta) a la proliferación de datos y noticias falsas, tenemos los ingredientes de sobra conocidos para minar la democracia, que sigue existiendo cada vez más formalmente. De ahí a que la democracia en vez de proteger al más débil busque lo contrario no hay más que un paso, en un contexto de guerra de identidades fomentado por las redes sociales. Como señalaba este miércoles William Gladstone en ‘The Wall Street Journal’, el populismo «democrático» establece una retórica de que “el mandato del pueblo está por encima de las instituciones que se oponen a dicho mandato”, como la Justicia, y así la socavan (los nazis operaban con la misma retórica). Además, defiende que hay ciudadanos “reales” (los de siempre) frente a los “sobrevenidos” (los que no comparten ciertas características grupales, como se observa recientemente en la democrática India).
Si se consigue el poder, el siguiente paso es degradar las instituciones ante la pasividad de la ciudadanía. Se logra, de nuevo, mediante la desinformación y a través de la falta de respeto hacia los pilares de nuestros estados-nación (otra vez, nada diferente de la degradación de la Atenas antigua).
Hoy, los golpes de Estado no los dan gerifaltes uniformados. Los dan populistas desinformados. La inquietante pregunta es ¿quedan ciudadanos dispuestos a defender nuestras instituciones?