El mundo afronta niveles de endeudamiento público históricamente altos y es fundamental comprender las consecuencias que esto implica.
Adam Ferguson escribió en 1767 que toda potencia que destine más dinero al pago de intereses de deuda que a su defensa está abocada a dejar de ser potencia. EEUU se sitúa ya en esa realidad. Su nivel más elevado de deuda pública se registró en 1945, tras derrotar a Hitler y a Hirohito, cuando alcanzó el 106% de PIB. Actualmente, su deuda pública neta alcanza un 100%, eso sin haber librado una guerra mundial y tras años de expansión económica, años en los que su déficit fiscal medio se ha aproximado al 6% de PIB. Tras la reciente reforma fiscal, la deuda pública se acercará al 130% de PIB en diez años, según el Congressional Budget Office (organismo equivalente a nuestra AIReF).
La situación en Europa, aunque marginalmente mejor, también es borrascosa. El déficit público medio de los últimos años asciende al 3% de PIB, y la deuda pública de la zona euro se sitúa en el 87%. Alemania emitirá cerca de veinte puntos de deuda durante los próximos años para financiar su histórica inversión en defensa y en infraestructura. De media, los países de la OCDE presentan un endeudamiento del 110% del PIB. Se trata de niveles históricamente elevados, si exceptuamos las guerras mundiales y las napoleónicas. En el caso de los países emergentes, el endeudamiento también alcanza máximos históricos, cercanos a un 75% de PIB. Estos países suelen acumular menos deuda pública que los occidentales, debido a que sus economías son más cíclicas, factor asociado en parte a su dependencia de las materias primas.
¿Cómo nos afecta esta situación?
Primero, la evidencia muestra que niveles de endeudamiento público superiores al 90% del PIB acaban provocando menor crecimiento económico (Rogoff, Reinhart, 2010). Como la mejor forma de afrontar el peso de la deuda es con el crecimiento, una ralentización estructural inducida precisamente por ese endeudamiento llevará a una situación en la que aumentará la proporción de PIB consignada a pagar los intereses de deuda, lo que matemáticamente supondrá menor gasto social, se vote lo que se vote.
Segundo, el endeudamiento público se puede afrontar si los otros factores asociados al crecimiento son positivos. A largo plazo, las economías crecen de dos formas, por horas trabajadas y por productividad por hora trabajada. Las horas dependen de demografía. Dado que la mayoría de las economías occidentales y emergentes presentan tasas de natalidad sensiblemente inferiores a la de reemplazo (2,1 niños por mujer), y que las actitudes anti inmigración son cada vez más intensas, se deduce que el primer componente del crecimiento será cuando menos, sombrío. La productividad, depende entre otros factores, de la innovación. La realidad es que, aunque las innovaciones tecnológicas han sido sorprendentes, la productividad crece cada vez menos, tanto en Occidente como en los países emergentes. Puede que la inteligencia artificial cambie esta situación, pero hasta ahora los datos son contundentemente decepcionantes. Deuda pública elevada y bajo crecimiento se traduce, de nuevo, en mayor factura fiscal para hacer frente a los intereses de la deuda, lo que supondrá recortes en las partidas sociales.
Tercero, un cambio de ciclo económico, en forma de recesión técnica, se traducirá en menor recaudación fiscal y en mayor gasto público debido a los estabilizadores automáticos como las prestaciones por desempleo. Esta situación agravará aún más los niveles de endeudamiento público. Las economías emergentes sufrirán especialmente en este contexto, lo que podría generar importantes tensiones sociales.
A pesar de la gravedad, es importante también resaltar factores menos negativos. Muchas crisis se gestan a consecuencia de la deuda privada (familias, empresas). A fecha de hoy, los balances privados (exceptuando el caso de China) se sitúan en un nivel relativamente saludable. Además, en lo que respecta a la historia reciente de las economías occidentales, las situaciones de insolvencia o quiebra suelen ser extremadamente limitadas. Por último, encontramos ejemplos de países que han rozado la quiebra, como Grecia, que, tras realizar reformas estructurales a cambio de ayuda financiera, ha conseguido dar la vuelta a la situación. Grecia ha reducido su deuda pública desde un 209% de PIB al 154% actual, nivel que baja cada año gracias a la acumulación de superávit fiscal primario (antes de pago de intereses).
Con todo, tenemos que reflexionar sobre las consecuencias morales de la deuda pública. Edmund Burke escribió, también en el siglo XVIII, que una sociedad es “un contrato entre generaciones”. Legar a nuestros hijos estos niveles de deuda pública supone, en mi opinión, una transgresión de dicho contrato.