Tras los recientes anuncios arancelarios, la certidumbre —clave para sostener el consumo y la inversión— se ha desvanecido de la economía estadounidense.

Lech Walesa, exlíder sindical y político polaco, afirmaba para referirse a las consecuencias de las decisiones que “es fácil transformar un acuario en una sopa de pescado, pero difícil el convertir la sopa de pescado en un acuario”. Analizando las implicaciones que los rocambolescos anuncios arancelarios de EEUU pueden a provocar en su economía, creo que nos encontramos ante una situación parecida.  Se está pergeñando una sopa de pescado y será complicado volver a la situación previa a los anuncios del 2 de abril.

El funcionamiento de una economía depende, en gran parte, del grado de certidumbre existente.  Yo puedo decidir gastar más o menos dinero al mes según perciba mayor o menor incertidumbre y mi empresa, a su vez, tomará decisiones de inversión que pueden comprender contrataciones y despidos teniendo en cuenta los mismos parámetros.  Consumo e inversión privada representan casi el 90% de la economía de EEUU (70% y 20%, respectivamente).  Ambas se están resintiendo.

La confianza del consumidor estadounidense ha caído los últimos tres meses un 30%, hasta situarse en niveles no observados desde la década de los setenta (exceptuando un muy mal dato de 2022 con la inflación disparada).  La confianza baja entre demócratas, republicanos e independientes.  Lo que es peor: se ha incrementado notoriamente el porcentaje de consumidores que esperan una subida de desempleo, factor clave para entender decisiones de consumo.  Por si fuera poco, las expectativas de inflación de los norteamericanos se han elevado de forma considerable.  Las proyecciones de inflación a un año oscilan entre el 4% y el 7% en función de la fuente encuestada.  Como los sueldos ya suben menos de un 4%, lo razonable es que los consumidores reaccionen ante esta expectativa ahorrando más (si mi sueldo sube menos que la inflación, no podré hacer frente a mi cesta de consumo, especialmente si aumenta el riesgo de ser despedido, así que ahorro preventivamente).  Este fenómeno se intensifica si se parte de niveles de ahorro excesivamente bajos, como ocurre en EEUU.  La ralentización del consumo ya viene ocurriendo desde el primer trimestre, y se acelerará en el segundo, lo que incrementará el riesgo de recesión en la principal economía del mundo durante este verano.

Lo razonable es que las empresas reaccionen de una forma similar a los consumidores ante un contexto como el descrito anteriormente, acentuado por las situaciones cercanas al pánico observadas recientemente en los mercados.  El índice de confianza de las empresas pequeñas y medianas de EEUU (National Federation of Independent Business) se ha resentido en los últimos meses, muestra de que la sensación de crisis en Wall Street (la volatilidad observada recientemente en la bolsa de Nueva York fue similar a la que se produjo cuando los alemanes conquistaron Francia en 1940) se está extendiendo a Main Street o “Calle Mayor”, término que los estadounidenses utilizan para referirse a las empresas no financieras, equivalente a nuestra “economía real”.  Por si fuera poco, los costes de financiación de las empresas de EEUU se han incrementado con intensidad desde principios de abril, algo que se traducirá en menor volumen de inversión, y posiblemente en un enfriamiento del mercado de empleo.  Esto deteriorará la confianza del consumidor descrita en el párrafo anterior.  Un consumidor que ahorra más y gasta menos supondrá, a su vez, una empresa que invertirá menos ya que también esperará vender menos, generándose así un círculo vicioso.

Ante una intensa desaceleración económica se puede reaccionar de dos formas: con estímulos fiscales o monetarios.  Sin embargo, EEUU presenta escaso margen en ambos.  Los años “buenos” deberían aprovecharse para que el sector público ahorre, de modo que pueda estimular a la economía en años “malos”, en una lógica muy parecida a la del cuento de la cigarra y la hormiga.  Sin embargo, EEUU ha acumulado peligrosos déficits fiscales en los años de bonanza, lo que limitará significativamente su capacidad fiscal para estimular a la economía en los tiempos difíciles que se avecinan.  A su vez, la Reserva Federal se verá ante la tesitura de reducir tipos con inflaciones muy superiores al objetivo del 2%, con las expectativas de inflación desbocadas y con presiones sobre su independencia, algo insólito en un país del G7.  El resultado es que, si EEUU crecía a un ritmo superior al 3% en 2024, este año posiblemente observe un crecimiento inferior al 2%, con riesgo de que se quede por debajo del 1%, además de con un aumento del desempleo y una inflación entre el 3% y el 4%, fenómenos que pasarán factura a los candidatos republicanos en las elecciones legislativas de noviembre de 2026.

La pregunta obvia que surge sería: ¿por qué se ha generado toda esta incertidumbre si podía resultar tan dañina?  Diversos asesores han señalado que, en una “negociación” arancelaria, esgrimir aranceles desproporcionados equivale a “sacar una pistola en una mesa de negociación, sin intención de usarla”.  El problema es que sacar esa pistola —como ocurrió el 2 de abril— para tratar de disimularla al cabo de unos días no solo afecta a la credibilidad del negociador, sino que además causa un daño profundo en la principal economía del mundo.  El acuario se ha convertido en una indigesta sopa.