Durante las últimas décadas, los jóvenes de Occidente han afrontado un contexto desalentador. Presentan tasas de desempleo elevadas​ y, sobre todo, de subempleo

Los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, México, en 1979 aprobaron una declaración que defendía colocar a los pobres, también definidos como “excluidos”, como prioridad de la acción de la Iglesia y de la sociedad. Resultó una declaración muy polémica, imbuida en parte por la teología de la liberación, y generó importantes fricciones entre diferentes sectores de la propia Iglesia. A pesar de sus luces y sus sombras, creo que corresponde hoy plantearse si los jóvenes son hoy los excluidos a los que se hacía alusión en Puebla y responder en consecuencia.

Durante las últimas décadas, los jóvenes de Occidente han afrontado un contexto desalentador. Presentan tasas de desempleo elevadas, y, sobre todo, de subempleo, definido como personas que trabajan a tiempo parcial cuando desean trabajar a tiempo completo. En muchos países, destacando España, a esta situación se le suma la precariedad, relacionada con la temporalidad, factores que redundan en bajos niveles de productividad, de los que resultan sueldos extremadamente reducidos.

El contexto en el que esta situación ha evolucionado ha sido también desazonador para ellos. Los precios de los activos crecieron con mucha fuerza, en especial los precios de las casas. La situación ha devenido en la práctica imposibilidad de muchos jóvenes de acceder a la vivienda, algo que presenta importantes implicaciones. Entre otras, el retraso en la edad en que se forman los hogares (se independizan en la treintena), factor que puede estar relacionado con la pérdida de natalidad (existe una diferencia importante entre los niños que se tienen y los que se desean, en parte relacionada por el retraso a la hora de tener el primer niño), y, por otro lado, la dificultad para generar una sociedad de propietarios puede ser uno de los factores que expliquen la mayor polarización política (la propiedad contribuye a incrementar los votantes moderados). Por si fuera poco, la tendencia de automatización del trabajo se cebará especialmente con los más jóvenes, limitando sus posibilidades laborales y deflactando sus salarios.

Uno cabría esperar que, ante tales resultados, la acción política reaccionara intentando mitigar tales vulnerabilidades. Esto debería traducirse en una asignación del gasto social hacia este colectivo. La partida más importante debería ser la educación, y la formación continua, piezas angulares para abrazar las oportunidades que generan la automatización, y así evitar sus efectos más negativos. Sin embargo, la reacción ha sido la opuesta. En general, los ajustes de gasto público per cápita neto de inflación acometidos desde la gran crisis financiera de 2008 se han centrado en reducir las partidas de educación, mantener las de sanidad y subir las de pensiones. Por si fuera poco, la legislación laboral ha mantenido sistemas laborales duales, con ciudadanos de primera clase, protegidos con contratos indefinidos, y los de segunda, con contratos temporales no deseados que generan efectos perniciosos ya descritos en productividad y en salarios.

La lógica de esta ilógica es sencilla: centrarse en el número de votos. Los niños en el sistema educativo no votan, y los universitarios son una fracción de los pensionistas. A su vez, los jóvenes con contratos temporales representan también una fracción de los votantes protegidos con contratos indefinidos. El problema de esta ilógica lógica es que supone otro clavo en el ataúd de nuestro incierto futuro. La democracia como idea de gobierno supone, entre otras cosas, la protección de las minorías frente a las mayorías. Hoy se está comportando al revés. La escalofriante consecuencia es que el porcentaje de jóvenes que definen la democracia como elemento esencial baja cada vez más, especialmente desde 1980.

En mi opinión, la forma de afrontar este enorme desafío es poniendo a los jóvenes en el foco de la prioridad de la acción política, con independencia de la cuantía de sus votos. Esto solo puede ocurrir si los colectivos más agraciados (propietarios de viviendas, trabajadores a tiempo completo con contrato indefinido y pensionistas) sitúan a los jóvenes, a la sazón, sus hijos y nuestro futuro, en el centro de sus demandas políticas.

Posibles ideas a debatir y eventualmente a implementar serían: a) adaptar el sistema educativo (incluyendo la formación continua) a los desafíos de la automatización, ya que dos tercios de los nuevos trabajos serán diferentes desde que un niño entra en la edad escolar; recordemos la frase del autor del informe PISA sobre la educación española, “se prepara a los alumnos para un mundo que ya no existe”.

b) Reducir los diferenciales de coste de despido entre trabajadores indefinidos y temporales.

c) Generar herramientas de inteligencia artificial que muestren a los jóvenes dónde se demanda trabajo, de qué tipo es y cómo educarse para conseguir dichas habilidades.

d) Fomentar el emprendimiento, lo que pasa por aceptar el fracaso.

e) Promover políticas de oferta en la vivienda (aumentar la oferta de suelo finalista, limitar trámites o apoyar a los primeros compradores de vivienda con esquemas como el ayuda a comprar).

Reclamemos una opción preferencial por los jóvenes. Nuestro futuro, el de nuestra democracia, y un sentido elemental de justicia deberían exigírnoslo.