Si en pasadas reuniones se han negociado aspectos de gran relevancia para la construcción europea, las consecuencias de los acuerdos alcanzados el martes presentan un especial significado

El pasado domingo por la noche, muchos líderes europeos estuvieron a punto de considerar que el acuerdo fiscal colgaba de un hilo, según informaba el ‘Financial Times’. Fue cuando la primera ministra de Finlandia increpó al de España: “Nosotros hemos pasado de cero a 350.000 millones de subvenciones; usted ¿qué ha hecho?”. Sin embargo, antes de amanecer, el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, anunció el acuerdo al grito de: “Deal!”.

Europa es el resultado de un enorme peso de tradición. Y la tradición no faltó en la reciente cumbre de la UE, en la que se alcanzó el acuerdo, como no podía ser de otra forma, a las cinco y media de la madrugada de la cuarta jornada negociadora. Con todo, si en pasadas reuniones se han negociado aspectos de gran relevancia para la construcción europea, en mi opinión, las consecuencias de los acuerdos alcanzados el pasado martes presentan un especial significado.

Primero, se trata de una respuesta fiscal coordinada y contundente. En el pasado, si la respuesta monetaria tenía que estar coordinada, la política fiscal destacaba por su asimetría. En esta ocasión, parecía que la asimetría iba a perdurar, como consecuencia de los enormes paquetes fiscales desplegados por países que ahorraron los años ‘buenos’ como Alemania, frente a los mucho más estrechos estímulos fiscales de países que, como España, no supieron o no quisieron cuadrar las cuentas públicas los años de bonanza para estar preparados ante escenarios adversos. Dicha respuesta fiscal permite, por lo tanto, limitar la asimetría, algo que será muy beneficioso para el futuro de Europa.

Segundo, se ha autorizado a la Comisión Europea realizar una ingente emisión de bonos (750.000 millones de euros, un 5% del PIB) para financiar una parte relevante del fondo de reconstrucción. Aunque la Comisión emitió bonos en los años setenta durante la crisis del petróleo, y también durante la crisis financiera, fue un ejercicio mucho más modesto que el actual. Las consecuencias de dicha decisión son muy relevantes. Primero, los bonosfijarán una curva de tipos europea hasta 2058, elemento esencial para poder profundizar en la unión bancaria y en la unión de mercado de capitales, fijando una curva europea libre de riesgo sobre la que se pueden basar precios de crédito. Segundo, muy posiblemente, los bonos tendrán una calificación máxima de AAA, lo que permitirá a bancos de muchos países (aparte de al BCE) adquirirlos, y no depender solo de la compra de los bonos gobierno de su propio país, incestuosa tendencia que fragmenta la unión monetaria y genera un efecto contagio entre bancos y soberanos, y viceversa. Idealmente, estos instrumentos permitirán el día de mañana crear ‘avales europeos’ que se podrían utilizar para movilizar crédito bancario ante futuras crisis. Hoy en día, los avales son nacionales, lo que exacerba la fragmentación monetaria.

Tercero, por primera vez se canaliza un volumen relevante de estímulo fiscal en forma de subsidio, no de préstamo. Es cierto que dar préstamos a un país a muy largo plazo a tipos de interés extremadamente bajos (como se hizo con Grecia) encubre una parte de subsidio, pero hasta la fecha no se había encarado una transferencia fiscal de esta magnitud. En mi opinión, el que las heridas generadas por el covid hayan sido un ‘shock’ exógeno y no el producto de malas políticas (como Grecia hasta 2010) explica la respuesta. Además, la receta de austeridad impuesta por la Unión Europea tras los rescates de la última crisis financiera desembocó en un elevado incremento del antieuropeísmo, espoleado por los populistas. La tendencia hoy es diferente: primero combatamos el tsunami económico, y más adelante pongamos la casa en orden (para lo que existen claros mecanismos coercitivos).

Cuarto, se ligan muchas ayudas a mecanismos de control mutuo para asegurarse de que los países llevan a cabo políticas económicas y fiscales de medio plazo que ayuden a maximizar el crecimiento y asegurar la sostenibilidad fiscal (en cristiano, ‘equilibrar ingresos y gastos’ como todo hijo de vecino). Se trata de evitar así el intento de muchos políticos de ‘comprar votos’ primando el presente sobre el futuro, lo que acaba perjudicando a las siguientes generaciones (que tienen que pagar la deuda asociada) y a los socios que han ayudado en un momento de dificultad.

Quinto, se crean impuestos a nivel europeo. Aunque muy reducidos (40.000 millones de euros al año, un 0,25% de PIB), es un paso relevante en la autonomía fiscal de la Unión.

Sexto, quita presión al Banco Central Europeo, que en la práctica actuaba como un gigante Atlas sobre el que se sostenía todo el esfuerzo necesario para sostener la financiación de los Estados miembro y, por lo tanto, la unión monetaria. Esta ultradependencia del BCE podría resultar muy peligrosa, especialmente si se interpreta que se estaba extralimitando en su mandato. Pero si no actuaba el BCE, ¿quién quedaba al otro lado? Hasta la semana pasada, nadie.

Estos históricos cambios solo son explicables por el cambio de opinión de la principal economía de Europa, Alemania, hasta ahora opuesta a muchas de estas medidas. Es muy posible que el sorprendente pronunciamiento del Tribunal Constitucional alemán respecto de la legalidad de las compras del BCE ejecutadas a través del Bundesbank abriera los ojos a la canciller alemana sobre hasta qué punto la unión monetaria pendía de un hilo (quizá también el que no opte a la reelección, lo que la libera para defender políticas necesarias de una forma más libre). De momento, parece que se ha encarado bien la cuestionable sentencia alemana, que, paradójicamente, ha permitido un paso de gigante en la integración europea.

He conversado muchas veces con inversores anglosajones sobre el euro. Lo ven como un proyecto monetario y económico, lo que es cierto, pero a veces olvidan, creo, la dimensión política. Los fundadores del proyecto europeo ya vislumbraron una moneda común, y lo hacían con un peregrino argumento: es muy difícil que países que compartan una misma moneda acaben luchando entre sí. Hay ejemplos en la historia, pero muy pocos, y menos si se trata de democracias con clases medias establecidas (yo no conozco ninguna guerra así).

Por eso quizás entendamos la profética frase de un antiguo presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, quien afirmó tras la ‘crisis’ de 2001 (en perspectiva, dicha crisis parece de mentirijilla): “Estoy seguro de que el euro nos obligará a introducir un nuevo paquete de instrumentos de política económica. Es políticamente imposible proponerlo ahora. Pero algún día habrá una crisis y los nuevos instrumentos serán creados”.

Estamos ahí.