Los bancos centrales deben analizar si haber disminuido su atención por el crecimiento del dinero ha sido un error que requiere autocrítica

Emile Ludwig, biógrafo de Napoleón, cuenta que una noche en la que el emperador estaba trabajando en su gabinete, un colaborador le preguntó: “¿Cuál es el sentido de la vida?”. Napoleón le contestó: “la política, imbécil, la política”.

En el análisis del comportamiento de los tipos de interés, y por lo tanto de la inflación, dos grandes líneas de pensamiento han propuesto modelos distintos para explicar este fenómeno monetario. La “curva de Philips” viene a predecir la inflación como fenómeno de coste. Dado que el principal coste que afrontan las empresas es el del trabajo, la curva establece una relación entre inflación y desempleo, bajo la premisa de que, a menor nivel de desempleo, el trabajador obtiene un mayor poder negociador frente a la empresa, mayor poder que se traduce en un mayor salario, y al aumentar este último, la empresa intenta mantener su margen trasladando este mayor coste al precio de sus productos de lo que se deriva inflación. Este modelo se perfeccionó un poco más cuando se entendió cómo las “expectativas de inflación” alentaban las demandas salariales, de forma que si los trabajadores esperaban inflaciones al alza entonces solicitaban mayores salarios, salarios que, de obtenerse, generaban inflación. Por lo tanto, la inflación podría convertirse en una “profecía autocumplida”.

A su vez, el monetarismo defendido por Friedman, apunta a que la inflación “es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”. En otras palabras: la creación de “dinero” repercute en forma de mayor inflación.  Por dinero no nos referimos al balance del banco central, sino al crecimiento de la masa monetaria, acción que corresponde en parte al papel de los bancos comerciales.

En general los bancos centrales han seguido muy de cerca la “curva de Philips” para anticipar la inflación futura, y también las expectativas de inflación, para así entender su credibilidad entre la ciudadanía, y atender al riesgo de que las expectativas de inflación acaben generando inflación.

Algún banco central como el Bundesbank centró más su énfasis en la teoría monetaria, y por eso vigilaba muy de cerca el crecimiento del “dinero” para anticipar la inflación futura. Sin embargo, la mayoría de los bancos centrales había disminuido su atención por la teoría monetarista al observarse una disminución de la correlación entre masa monetaria e inflación desde la década de 1980. El motivo asociado a dicha menor correlación pareció ser una disminución de la velocidad del dinero (la cantidad de veces que una unidad monetaria transacciona comprando/vendiendo bienes y servicios).

El problema es que la curva de Philips dejó también de funcionar desde la gran recesión, situando a los bancos centrales en una tesitura difícil: intentar llevar a cabo política monetaria mediante herramientas que acertaban mucho menos al predecir la inflación. Los bancos centrales lucharon contra la gran recesión bajando los tipos prácticamente a cero e “imprimiendo” dos billones de dólares al año en forma de expansión cuantitativa, nivel que se triplicó durante el covid. Estas medidas se realizaron bajo la hipótesis de que la masa monetaria no generaría inflación, y la de que la correlación entre desempleo e inflación se había debilitado por motivos estructurales (menor poder de los sindicatos, globalización, robotización del trabajo…).

Sin embargo, fue precisamente en el invierno de 2020 cuando se pudo percibir cómo el dinero en circulación se disparó a magnitudes no observadas desde la segunda guerra mundial. En EEUU, la masa monetaria crecía al 27%, y en Europa, al 12%, ambas dimensiones aproximadamente al triple de su nivel normal. El dinero disparado, especialmente como consecuencia de la financiación de déficit fiscales, explicaría inflación futura, según la teoría monetarista, pero este aviso fue ignorado. Para comparar, durante la segunda guerra mundial EEUU generó déficits fiscales del 20% del PIB, y la FED financió dicho déficit expandiendo su balance hasta un nivel de un 20% de PIB. La consecuencia fue la generación de una inflación de un 6% al año entre 1945 y 1951. Durante el COVID, déficit fiscal de EEUU alcanzó el 18%, y el balance de la FED, un 34%. Como sabemos, entre estos y otros factores (sobre todo shocks energéticos y problemas en las cadenas de suministros motivadas por una elevada demanda postpandémica de bienes), la inflación se disparó durante 2022 hasta un nivel de un 8%.

El problema consistió en que los dos métodos que no “funcionaban” comenzaron a funcionar sincronizadamente. La bajada de paro aceleró salarios, más en EEUU que en Europa, las expectativas de inflación subieron, e investigadores del Banco Internacional de Pagos han mostrado cómo la masa monetaria sí parece estar correlacionada con la inflación con un efecto retardado en el tiempo, como señaló recientemente John Plender en el Financial Times.

Hoy en día, la masa monetaria ha entrado en negativo en EEUU, y se ha reducido drásticamente su crecimiento en Europa. A su vez, como se puede observar en el gráfico inferior, los salarios parecen estar desacelerándose en EEUU (crecimiento anualizado de costes laborales pasan del 5% al 4%) y en Europa (convenios colectivos firmados para 2023 alcanzaron máximos del 5,5% en septiembre, y en diciembre estaban al 4,8%). Si los modelos vuelven a funcionar, todo parece indicar que en 2024 observaremos inflaciones entre el 2% y el 2,5%.

En unas pasadas elecciones presidenciales de EEUU se adaptó la napoleónica respuesta sobre el sentido de la vida planteando cuál era el tema crítico que inclinaría la balanza en las elecciones. Así surgió el slogan “es la economía, estúpido”. Hoy en día muchos bancos centrales podrán analizar si el haber disminuido su atención por el crecimiento del dinero ha sido un error sobre el que realizar autocrítica.