Napoleón debió su ascenso a su perspicacia, a su asombrosa capacidad de trabajo y a su inmensa brillantez, brillantez, eso sí, en el enorme océano de oportunidades y caos que generó la Revolución francesa

Cuando era joven, mi padre me compró un libro de Ediciones Toray sobre la vida de Napoleón que compaginaba viñetas y texto novelado. Recuerdo que una profesora de Historia se fijó en el ejemplar, que debía estar por mi pupitre, y preguntó en clase por qué lo estaba leyendo. Respondí algo así como que me parecía alguien admirable. La profesora me respondió “si admira usted a Napoleón, es usted un traidor y un mal español”. Yo leí el libro varias veces, más tarde devoré otras biografías más espesas, y poco a poco fui reuniendo una pequeña biblioteca sobre el gran corso.

Ayer, 5 de mayo, se cumplieron 200 años del fallecimiento de Napoleón Bonaparte en la isla de Santa Elena. Durante mi vida, la discusión sobre la figura de Napoleón ha generado sentimientos intensos como los que desplegó la docente. Y creo que este incidente nos muestra cómo el camino para juzgar la historia pasa por la objetividad y la grandeza de miras. El gran Winston Churchill, inglés por antonomasia, disfrutaba de una aristocrática casa de campo, casa en la que dedicó muchas veladas a regarnos con sus magníficos escritos. A muchos les sorprendería el hecho de que el busto que mostraba Churchill en su escritorio no era el del almirante-pirata Drake, ni el del duque de Wellington, vencedor de Waterloo (su hermano, menos conocido, conquistó la India), sino el de Napoleón Bonaparte, mostrando la grandeza de Churchill.

En muchas ocasiones, intentamos juzgar el pasado con criterios del presente. Es evidente que Napoleón no era feminista, ni pacifista, ni abolicionista ni democrático. La cuestión es que a principios del siglo XIX casi nadie lo era, y el trasladar tales moldes a su figura me parece cuando menos limitado, y cuando más pueril: ¿vamos a criticar a Julio César por poseer esclavos o a san Pablopor sus escritos sobre el género femenino?

Juzgando su figura a través de dos siglos, a mí me surgen las siguientes reflexiones:

Primera, Napoleón escribió la historia y su historia a través del mérito y de la exigencia. Si otros países coronaban a degenerados ‘deseados’ como Fernando VII, Napoleón debió su ascenso a su perspicacia, a su asombrosa capacidad de trabajo y a su inmensa brillantez, brillantez, eso sí, en el enorme océano de oportunidades y caos que generó la Revolución francesa. De una u otra forma, de ese caos surgió el Estado moderno, tras el antidemocrático orden napoleónico, orden que, por cierto, no fue muy contestado por la población, harta del terror, la inflación y la anarquía.

Segunda, Napoleón no dedicó su talento solo a acumular campañas militares con mayor o menor genio militar. Trascendió lo bélico al vislumbrar cambios fundamentales en el Estado moderno. Cambios como la creación del Banco de Francia, la instauración del Código Civil, vigente hoy de una u otra forma en tantos países, o la fijación del concordato que marcó las relaciones modernas entre el Estado y la Iglesia. Napoleón también vislumbró el futuro de una Europa unida, si bien es verdad que una Europa subordinada a Francia.

Tercera, Napoleón no quiso vivir una vida aburguesada, con la felicidad y el anonimato que entrañaba. Su pasión por las matemáticas le llevó a especializarse en la academia militar como artillero. General a los 26 años tras su brillante actuación en el sitio de Toulon, le fue asignado un año después un ejército polvoriento y hambriento con el cuestionable mandato de conquistar el norte de Italia. Al conseguirlo contra todo pronóstico, no se congratuló. “Con esto no tenemos ni media página en un libro de historia”. Sus campañas en Egipto (claves para el nacimiento de la egiptología), en Austria (Austerlitz, Wagram), en Prusia (Jena), en Rusia (Eylau, Borodino) y en España regaron el continente con sangre, sangre inherente a los cambios que se generan en procesos revolucionarios, con horrores y también con gloria para muchos bandos. Fue en dichas sangrientas, horríficas y gloriosas guerras en las que se gestó el concepto moderno de nación.

Cuarta, si Nietzsche señaló lo “humano, demasiado humano”, Napoleón encarnó su humanidad. En sus enamoramientos, en sus incongruencias (la primera Constitución aprobada tras su coronación le proclamaba “emperador de la República”), en el nepotismo que aplicó regando Europa de reyes ‘republicanos’ que eran parte de su familia y en catastróficos errores como infravalorar a rusos y a españoles.

Quinta, como afirmó Stendhal, “si el de exilio hizo de Napoleón un héroe, su muerte le convirtió en un dios”. Tras el primer exilio de Elba, su glorioso retorno(una de las pocas ocasiones en que un hombre fue capaz de atravesar un país y rendir regimiento tras regimiento sin disparar un tiro, valiéndose solo de su prestigio, hasta hacer huir al rey y volver a tomar el poder) y su derrota en Waterloo marcaron su exilio definitivo en la isla de Santa Elena. Los cuadernos escolares del niño Napoleón acaban precisamente con el de geografía, en la última página, anotaba: “Isla en el Atlántico en manos inglesas”. Los seis años que pasó en Santa Elena martirizado por el gobernador británico Lowe fueron muy amargos, pero construyeron su leyenda. Napoleón afirmó a un fiel en el exilio: “¿Cree usted que, cuando me despierto de noche, no tengo momentos muy malos recordando lo que era y dónde estoy ahora?”. El conde de Les Cases, que acompañó al emperador el primer año de exilio, escribió sus famosas memorias ‘El memorial de Santa Elena’, que le hicieron muy rico. Se indignó tanto con el mezquino trato que proporcionó el gobernador a Napoleón, que inculcó a su hijo toda su rabia. Este último se encontró años más adelante con Lowe, y no pudo evitar cruzarle la cara con su látigo.

Dice la mitología que Prometeo robó el fuego a los dioses, elevando así a los humanos, pero fue castigado por su individual acto mediante un águila que le comía constantemente las entrañas, que volvían a regenerarse. Así se gestó el mito del heroísmo de Prometeo. El ascenso, caída y mito de Napoleón Bonaparte sigue su estela.

Mi profesora se equivocó con el futuro de ese niño. Nunca fui traidor a mi país, y no dudaría en dar mi vida por él. Pero eso no obsta el que, juzgando los dos siglos de libros y escenas de la vida de Napoleón Bonaparte, hoy no me quede ninguna duda.

Como le dedicó Beethoven en su tercera sinfonía: “En memoria de un hombre heroico”.